UNA EXPERIENCIA INOLVIDABLE EN MI VIDA:
la colocación de un marcapasos.
El lunes, día 14 de noviembre de 2022, ingresé en el Servicio de Urgencias del Hospital La Paz de Madrid tras observar dos días antes que no podía caminar a mi ritmo normal. Cada 20 metros tenía que pararme, jadeante, y descansar. Después del almuerzo, decidimos en Comunidad, ir al Servicio de Urgencias de La Paz y así lo hicimos. El P. Fernando Millán Romeral nos llevó en el coche al P. Paco Daza Valverde y a mí. Nos dejó en dicho centro y él marchó a su destino de trabajo.
En el Servicio de Urgencias me tomaron los datos personales y anotaron el motivo por el que iba a urgencias. Después de hacerme algunas pruebas, las estudiaron en otra sección y, en poco tiempo, me condujeron a la Sala 3 de dicho centro, en donde ocupé una cama. Aquí estuve cuatro días, de lunes a jueves, tendido, boca arriba, sin levantarme, hasta el jueves por la tarde que me llevaron a la sección de Cirugía del Hospital La Paz, en donde había una cama libre.
Mi estancia, durante cuatro días, en la sección de Urgencias del Hospital La Paz fue muy pesada. Cuatro días tendido boca arriba, en la cama sin poder salir de ella. Cuatro días en los que sólo pude hacer necesidades menores, como orinar. Cuatro días que me sirvieron de observación y meditación, viendo a un montón de enfermos sobrellevando sus dolores. Cuatro días contemplando a muchas enfermeras, vestidas de blanco y sirviendo a sus hermanos enfermos en todas sus necesidades. Cuatro días en los que reinó el servicio y el orden en aquella sala pero que, alguna que otra vez, se vio interrumpido por la salida fuera de tono de algún que otro enfermo que clamaba a gritos:
- ¡Sáquenme de aquí, que yo me quiero ir! ¡Por favor, sáquenme de aquí, que yo me quiero ir!
¡Socorro, que me lleven a mi casa! ¡Socorro, que me lleven a mi casa!
¡Quiero agua! ¡Quiero agua!
Esta cantinela la repetían, con voz potente y cada vez más fuerte, durante cinco o diez minutos. Pasado un tiempo de silencio, se iniciaba de nuevo el griterío.
A pesar de los consejos del personal de servicio, las personas que gritaban no obedecían dichos consejos. A la persona que pedía agua no se la llevaban porque no le convenía, por razón del medicamento tomado.
Hubo un caso de un señor de alta alcurnia, que presencié muy de cerca, porque estaba al lado de mi cama. El señor en cuestión se quitó la vía del brazo y comenzó a gritar insistentemente diciendo que se iba a su casa, que ya no se sometía a más pruebas. Por más que le decían que la última prueba de la cabeza era muy importante ya que había ingresado en urgencias porque se había caído, había dado con la cabeza en el suelo y perdió el conocimiento.
Él seguía gritando, erre que erre, pidiendo la salida. Por más que trató de aplacarlo la directora del centro, no daba su brazo a torcer, se mantenía muy orgulloso en sus trece pidiendo la salida. Llamaron a su hijo, quien vino y, con mucho cariño, trató de convencerlo, pero sólo obtuvo una débil respuesta de asentimiento. Pasado el tiempo él seguía obcecado en que tenía que salir del centro hospitalario.
Como no había manera de convencerlo, llamaron a un taxi y salió del Hospital.
La tarde del miércoles ingresó un señor de unos noventa años, de condición humilde, y lo colocaron al lado de mi cama. Al poco tiempo entablamos conversación. Él me contó algo de su vida y yo le conté también algo de la mía. Me dijo que era casado y que ejerció el oficio de panadero durante toda su vida. Últimamente tenía un problema que le angustiaba y le quitaba la paz. El problema en cuestión consistía en que se despertaba a medianoche y no había manera de recobrar el sueño.
Entonces yo le dije que a mí me ocurría lo mismo. Me despertaba a medianoche y, a veces, no había manera de recobrar el sueño. Sin embargo, últimamente comencé a usar un método que me está dando buenos resultados. Cuando me despierto a medianoche y no puedo recobrar el sueño, me traslado a la sala de estar, me siento en un butacón confortable, cierro los ojos y comienzo a pensar en el Padre nuestro. Sin pronunciar palabra comienzo a repasar mentalmente, dicha oración y sin darme cuenta me quedo dormido. El señor en cuestión no me dijo que él haría lo mismo, pero se quedó pensativo.
Al día siguiente despertamos, creyendo que seríamos sometidos a una operación, pero el problema era que no había camas libres en la Paz. Pasó el tiempo y en uno de los momentos en los que yo estaba dormido, trasladaron a dicho señor a Canto Blanco. A media tarde me trasladaron a mí a la Paz. Por fin se encontró una cama libre. La enfermera me recibió muy bien. Me dijo que aquí se permitían visitas de familiares y amigos, cosa que no estaba permitida en Urgencias. Enseguida llegó fray Alberto de la Comunidad de Begoña y le fui explicando, a grandes rasgos, cómo me había ido en Urgencias. Pasamos un rato muy bueno. Después marchó a casa, feliz y contento por este encuentro.
Yo me encontraba muy feliz en esta habitación. Después de caminar durante un tiempo, fui al servicio para hacer necesidades mayores, ¡después de tanto tiempo! Me sentí tan aliviado que recobré la esperanza de una pronta intervención. Comencé a rezar Vísperas y el Oficio de lectura. Me detuve en la lectura de San Juan Eudes, en la que hablaba del Misterio de Cristo en la Iglesia y en nosotros. Dice el Santo: El Hijo de Dios ha determinado consumar y completar en nosotros todos los estados y misterios de su vida y hemos de suplicarle que los consume y complete en nosotros y en toda su Iglesia… Los misterios de Jesús han llegado a su perfección y plenitud en la persona de Jesús, pero no en nosotros, que somos sus miembros. El Hijo de Dios quiere comunicar y extender sus misterios a su Iglesia y a nosotros. Alude el Santo al dicho del Apóstol San Pablo cuando dice que él “completa en su carne los dolores de Cristo.”
Yo me consideraba en estos momentos, en comunión con San Pablo y también podía decir: ““completo en mi carne los dolores de Cristo”.
Después de un tiempo cerré los ojos y comencé a hacer oración silenciosa. De vez en cuando me venía a la mente el estribillo de una canción que se canta mucho en el Camino Neocatecumenal y que dice así:
Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor. Al despertar me saciaré de tu semblante Señor.
Yo me preguntaba, ¿Dónde despertaré, en la tierra o en el cielo? Y seguía dándole vueltas al estribillo, sin perder la calma. ¡Qué misterio, Señor, mi vida está en tus manos! Durante un largo tiempo, medité con esta frase y en todo momento me sentí consolado.
Avanzada la tarde trajeron a otro enfermo que ocupó la cama de al lado para someterse después a una operación de corazón. Según me dijo, todas las intervenciones que tuvo a lo largo de su vida las sobrellevó con mucha paciencia. Para mi fue edificante escuchar que desde los seis años había sido intervenido en muchas ocasiones.
El día siguiente, viernes, 18 de noviembre, fueron las intervenciones. Primero operaron a dicho señor, a media mañana y regresó a la habitación a las 13:16 horas.
A mí me llevaron a la sala de operaciones a las 13:45h. Aquí me encontré con el equipo médico compuesto por seis personas: Dos médicos Doctores y cuatro enfermeras. Uno de los Doctores dirigió la operación y el otro Doctor intervenía dando su opinión y consejo. Las enfermeras estaban prontas para proporcionar los utensilios que le pedía el Doctor que dirigía la operación. Había una gran sintonía entre todos.
Para realizar la operación me pusieron anestesia local. Los pinchazos iniciales fueron muy dolorosos. Yo pensé entonces en los sufrimientos de Jesucristo, pero no por ello me disminuyó el dolor.
Al final de la operación felicité a todo el equipo y les di las gracias por sus servicios. Me preguntaron de dónde era y les dije que era del Valle de los Pedroche, concretamente de Pedroche donde se daba el mejor jamón del mundo. Esto produjo risas y alegría. Se pusieron muy contentos y con ganas de probar ese jamón tan bueno. Pero les dije que yo no vivía allí sino en la colonia Virgen de Begoña, donde ejercía el oficio de Sacerdote, encargado de una Parroquia. Les prometí pedir por ellos y aplicar alguna Misa por el equipo. Se estableció un diálogo muy interesante entre nosotros y todos nos alegramos mucho por este encuentro. Así terminó esta operación de la que no me desperté porque no me dormí. Salí feliz y contento, a cuestas con mi marcapasos.
Llegué a mi habitación a las 15;25 horas y, al poco rato llegó el Padre Fernando Millán. Nos alegramos mucho al encontrarnos. Hablamos durante un largo rato, de todo un poco, hasta el momento en el que él se tuvo que marchar.
Avanzada la tarde comencé el rezo de Vísperas recitando el himno litúrgico que está tomado de los escritos de Gabriela Mistral, Premio Nobel de literatura del año 1945. Dice así:
En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.
¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?
¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?
Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.
Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta.
Amén,
Apenas pude terminar este himno porque, dado mi estado de salud, sentí una emoción tan fuerte que no pude contener las lágrimas. Después de un tiempo de oración silenciosa continué con el rezo de Vísperas.
En compañía del señor de habitación pasé la tarde y también la noche. Amanecimos el sábado y tomamos el desayuno de la mañana. Pasado un tiempo, llegó una enfermera, me dio el informe de la operación y me dijo que ya tenía el alta, que me podía marchar a casa cuando quisiera. De inmediato llamé al Padre Paco Daza y le dije que me habían dado el alta. Enseguida se presentó en la habitación, recogimos todas nuestras cosas y, en poco tiempo, llegamos a casa. Yo, por mi parte, pude exclamar: “hogar, dulce hogar”. Por fin estaba en casa.
Muchas gracias por vuestras oraciones
Llegado a este punto, quiero dar gracias a Dios porque me ha protegido y me ha cuidado en todo momento de la operación. Gracias a mis hermanos de la Comunidad Carmelita de Begoña: Pablo, Paco, Fernando y Alberto, a los hermanos Carmelitas de la Provincia Bética, a los de la Vicaría de Venezuela, a los de la Delegación de Burkina Faso, a nuestras Monjas y a nuestras Hermanas Carmelitas.
Muchas gracias a nuestro Vicario Episcopal, P. Ángel Camino Lamelas que, con tanta solicitud y entrega ha notificado mi estado de salud al Arzobispado, a la Vicaría Octava y a un montón de Sacerdotes. Muchas gracias a nuestro Arcipreste, José Trujillo y a todos los sacerdotes que han pedido por mí en sus oraciones.
Muchas gracias a todos los feligreses de nuestra Parroquia de Begoña que han pedido por mí en sus oraciones, a los hermanos del Camino Neocatecumenal, al equipo de Catequistas de la Parroquia y a todos los grupos apostólicos.
Muchas gracias al equipo médico que me operó, al de enfermeras que me cuidó y al personal de servicio de centro de Urgencias de La Paz.
Con la alegría de encontrarme bien tras esta operación, bendigo al Señor Jesucristo y a nuestra Santísima Madre, la Virgen del Carmen, y les pido por todos vosotros. Que podamos caminar cada día haciendo su santa voluntad.
En comunión de oraciones,
José Peralbo Ranchal, O. Carm.
Párroco de Nuestra Señora de Begoña
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